Irak: cuando la falta de agua tiene el mismo efecto devastador que el Daesh
“Para que nuestros ríos lleguen sanos al mar”
El Fenómeno de la Sequía
Marcharse es la única alternativa para siete millones de personas en el país del Tigris y el Éufrates: no tienen alimento ni agua por la extrema sequía. Culpa del cambio climático pero también de la falta de infraestructuras tras décadas de inestabilidad por las políticas hídricas de Turquía e Irán
Ahmad Abdulrahman no recuerda dónde guarda el manojo de llaves de su finca. Tampoco el último día que llovió. Escondido a la antigua usanza, da con él después de levantar cinco o seis pedruscos. Al otro lado de una gran verja metálica se encuentra un vasto terreno en el que este campesino kurdo iraquí de 65 años lleva más de cuatro décadas cultivando todo tipo de vegetales, hortalizas y cereales. Una actividad que, pese a la cercanía del río Diyala –Sirwan para los kurdos–, en los últimos años se ha visto seriamente amenazada por la dificultad de acceso al agua.
“Siempre hemos regado por irrigación, pero hace cinco años que el nivel en el río es mucho más bajo y hay que utilizar bombas para extraerla. Como el precio del combustible se ha encarecido notablemente, la agricultura ya no es una actividad rentable”, explica el veterano campesino oriundo de Kalar, un distrito de la provincia de Suleimaniya en el Kurdistán iraquí ubicado 240 kilómetros al noreste de Bagdad y con una población de 200.000 habitantes. En los campos de cultivo de Ahmad, situados a escasos cien metros del río Diyala, se alternan parcelas totalmente yermas con otras cultivadas, pero que se han dejado perder por la escasez de agua y la baja rentabilidad.
“La lluvia nos permitiría abaratar unos costes de producción que han aumentado en un 90%, pero llevamos casi un año sin precipitaciones”, señala Ahmad incapaz de precisar cuándo fue la última vez que cayó agua del cielo. Ataviado con unos tradicionales pantalones bombachos kurdos de color negro y una camisa blanca impoluta, el agricultor avanza por el pasillo central de la finca hasta unos surcos en los que hay judías verdes rastreras semisecas y a medio crecer por la notable deshidratación.
“El Gobierno no nos da ningún tipo de subsidio para comprar semillas o financiar la gasolina, todo debe salir de nuestro bolsillo y es inasumible. Por eso, de momento, hemos dejamos de extraer el agua con bombas y lo confiamos todo a la lluvia”, destaca este labrador polígamo casado con dos esposas con las que tiene un total de seis hijos y cuatro hijas.
Animales y plantas más vulnerables
Ahmad apunta que la sequía está facilitando la proliferación de infecciones entre los cultivos, especialmente en las sandías, afectadas por una larva que impide su crecimiento. “Las estaciones han cambiado notablemente y las temperaturas están subiendo. Cada vez hace más calor durante mayor parte del año”, detalla el campesino mientras se dirige a una parcela semiárida con los restos de la última siembra de trigo. “Es increíble. Ahora los cultivos se mueren y 20 años atrás aquí plantábamos arroz”, exclama, mostrando un grano del cereal extremadamente delgado y recordando los tiempos en los que el elevado caudal del río permitía irrigar las tierras.
Un cambio climático percibido por Ahmad y corroborado por los datos presentados por la fundación Berkeley Earth, dedicada al estudio de la climatología. En Irak, donde el verano de 2021 se registraron temperaturas extremas de 51 °C, la temperatura media del país ha aumentado en casi 2,3 °C desde finales del siglo XIX, el doble del promedio mundial.
La falta del líquido elemento está provocando la pérdida de miles de puestos de trabajo y forzando el desplazamiento de la población. Ahmad explica que muchos árabes del sur de Irak llegaban a Kalar para trabajar como jornaleros y ahora están desempleados. “Por eso, muchas familias están emigrando hacia otras provincias o abandonando el país”, indica el labrador con los brazos extendidos como muestra de exasperación. Un abandono de la actividad agrícola que los Abdulrahman también están padeciendo en el seno familiar. De los hijos adultos de Ahmad, solo tres se dedican a la agricultura y el pastoreo. Del resto, tres trabajan como peshmerga –soldado kurdo–, otro en una gasolinera y dos de ellos han emigrado.
Con 150 cabezas de ganado a su cargo, Diyar es uno de los descendientes de Ahmad que se resiste a abandonar. Telefoneado por su padre, este joven de 20 años no tarda demasiado en aparecer en el horizonte con un rebaño de ovejas y cabras que levanta una gran polvareda a su paso. Vestido con un mono de color azul y una kufiya –el tradicional pañuelo de origen palestino– negra y de ribetes dorados que cubre su cabeza para protegerse del sol, el joven pastor se muestra vergonzoso en un primer momento, pero finalmente accede a pormenorizar el impacto de la sequía sobre los animales.
“Como consecuencia de la falta de pasto, los animales pierden peso y son mucho más vulnerables a enfermedades e infecciones”, destaca Diyar, quien desempeña este oficio desde que tenía tan solo 10 años. “Si llueve, las pasturas son abundantes y nos basta con mandar a los animales al lado de casa. En cambio, ahora, debemos recorrer distancias mucho más largas y acercarnos al lecho del río para encontrar hierba fresca”, destaca el ganadero kurdo iraquí desde el interior de una charca totalmente seca bajo la atenta mirada de su padre.
Mientras camina y controla que el rebaño siga compacto, el joven debe vigilar por dónde pisa debido a la considerable amplitud de las grietas y por las que podría escurrirse un pie con suma facilidad. “Sin precipitaciones, el grueso de su alimentación es el forraje que compramos y eso incrementa muchísimo el coste”, remarca Daiyar para poner después en duda la viabilidad de la actividad ganadera: “La lana ahora no podemos venderla porque la fábrica estaba en Mosul y el ISIS la destruyó. Nuestro negocio solo se sustenta en la venta de los lechales de cordero y los cabritillos. Si la sequía continúa, tendremos que vender todos los animales”.
Y tras el ISIS, la escasez de agua
Aunque no se conocen, Diyar y Mohamed Mayahi comparten río, empleo y preocupación. Este ganadero de 39 años residente en las inmediaciones del lago Hamrín, situado 75 kilómetros al sur de Kalar y 135 al noreste de la capital iraquí, también teme por la suerte que puedan correr sus ovejas, su principal fuente de ingresos. “La escasez de agua ya ha matado a 20 animales. Si la situación no cambia irán cayendo uno a uno”, señala el pastor desde un campo baldío donde el ganado da cuenta de los escasos hierbajos a punto de marchitarse.
Enfundado en una túnica tradicional árabe de color azul claro y con una kufiya cubriendo la cabeza, Mohamed admite que está considerando abandonar su tierra y vida como agricultor para buscar otro trabajo. “Ya no se trata únicamente de los animales. El agua potable se acaba y la poca que hay proveniente de los pozos tiene un sabor muy amargo. Así es imposible vivir”, se lamenta el pastor sin soltar la vara azulada con la que marca el paso al rebaño.
En los centros de salud en Diyala se han multiplicado por diez el número de pacientes con síntomas de enfermedades transmitidas por el agua y desnutrición desde finales de 2020.
Como Mohamed, siete millones de iraquíes están en riesgo de desplazamiento porque han dejado de tener acceso al agua, los alimentos y la electricidad debido a la extrema sequía, asegura Alan al-Jaff, portavoz del programa de ayuda humanitaria de Oxfam Intermón en Irak, que ha facilitado la logística para este reportaje. “Estamos muy preocupados por el impacto que esta situación pueda tener sobre los campesinos y otros colectivos especialmente vulnerables, como las mujeres. También nos preocupan los iraquíes ya desplazados y que viven en condiciones precarias a raíz del conflicto con Estado Islámico”, indica el cooperante.
Un segundo desplazamiento al que teme Fátima Awad, a quién el grupo terrorista Daesh forzó a abandonar su hogar y casi acaba con la vida de dos de sus hijas en 2014 cuando resultaron gravemente heridas por la metralla de un obús. Ahora, es la escasez de agua causada por la crisis climática la que amenaza de muerte a su ganado y cultivos, la principal fuente de subsistencia de miles de iraquíes que viven alrededor del lago Hamrín. “Nunca había conocido una época como esta de tantos meses sin lluvia. Así no podemos cultivar nada y la vida del ganado corre peligro”, cuenta esta viuda y matriarca de 60 años, que viste una abaya y un hiyab negros mientras prepara el forraje para tres vacas desnutridas que descansan en el establo situado en el patio interior de su casa.
“Huimos de Hamrín hasta que el Gobierno expulsó al Estado Islámico y garantizó que era seguro volver. Tuvimos que reconstruir nuestro hogar y comprar reses para empezar de nuevo”, recuerda Fátima con un tono de voz sumamente bajo que destila cansancio. Los efectos del ataque al que hace alusión son todavía visibles en las ennegrecidas baldosas que cubren el piso de la vivienda y que algún día fueron blancas, así como en el estado físico de su hija Zika, que precisa de medicación y cuidados constantes.
“La falta de recursos a raíz de la sequía nos ha sumido en la miseria absoluta. No disponemos de dinero para hospitalizar a mi hija pequeña porque lo poco que tenemos lo gastamos en comida”, apunta Fátima desde el salón donde, junto a dos viejas butacas forradas de color verde, está la cama sobre la que yace tumbada Zakia, de 27 años. “No puede moverse ni levantarse. Por eso está conectada a una sonda que debo revisar y vaciar constantemente”, explica con resignación una madre que además, también ejerce de enfermera, ama de casa y campesina.
En la región de Diyala, como en el resto del mundo, los más pobres son los más vulnerables a los efectos negativos del cambio climático, a pesar de ser los menos responsables en causarlo. Una situación extrema recogida por el informe GEO-6 publicado por la Oficina de Medio Ambiente de las Naciones Unidas, según el cual “Irak está clasificado como el quinto país más vulnerable del mundo a la disminución de la disponibilidad de agua y alimentos y a las temperaturas extremas”. El mismo estudio indica que estos efectos derivados del calentamiento global afectarán negativamente a la seguridad alimentaria, hídrica y sanitaria, y a la estabilidad social.
El lago Hamrín había permitido hasta ahora que las comunidades locales vivieran de la pesca, el pastoreo y la agricultura
En este sentido y, según datos del Ministerio de Salud iraquí recogidos por Oxfam Intermón, en los centros de salud en Diyala se han multiplicado por diez el número de pacientes que presentan síntomas de enfermedades transmitidas por el agua y desnutrición desde que comenzó el período de escasez de agua a finales de 2020. Aunque siempre suele haber un aumento de casos durante los meses de verano, el personal médico atestigua que el último año ha sido completamente diferente. “En comparación a hace un par de años, todos los días atendemos a un número considerable de pacientes con diarrea, síntomas de fiebre tifoidea y anemia”, señala Hadi, un médico de atención primaria.
El facultativo subraya que la elevada concentración de sal en el agua de los pozos, hace que esta no sea segura para el consumo humano, y ni siquiera para el animal. “La delicada situación económica está provocando que muchas familias no puedan comprar alimentos ricos en proteínas como carne y huevos. Y es obvio que la salud humana depende de una buena nutrición”, remarca Hadi desde una consulta cuyo escritorio está presidido por un microscopio.
El agua, arma política
Impotente, Fadhili Hamad, un agricultor de 34 años oriundo de las inmediaciones del lago Hamrín, presenció cómo su cosecha de uvas se marchitaba lentamente por la ausencia de precipitaciones. Como buena parte de los testimonios, coincide en señalar que el último año ha sido el más duro que ha enfrentado como agricultor. “Todos nuestros cultivos han muerto por la falta de agua. Hemos tenido que recortar a la mitad nuestros gastos personales y familiares”, señala este campesino que incluso llegó a vender su automóvil para pagar un nuevo pozo cuya agua es insuficiente.
Completamente dependientes de las reservas hídricas del lago Hamrín, el secado de este espacio acuático surgido a partir de la construcción de una presa en 1981 en el curso del río Diyala ha puesto en una situación límite a miles de familias de la región. Con una superficie de 340 kilómetros cuadrados y una capacidad de 2.060 millones de metros cúbicos de agua, el lago había permitido hasta ahora que las comunidades locales vivieran de la pesca, el pastoreo y el cultivo de palmeras datileras, frutas y hortalizas. Unas actividades de subsistencia que los habitantes de esta zona han ido abandonando forzosamente a medida que el agua ha ido desapareciendo, sobre todo este último año.
Aparte de la sequía y los efectos de las crisis climática, en la desaparición del lago Hamrín también ha intervenido notablemente la política hídrica de Irán. Según el Gobierno de Bagdad, Teherán ha construido una presa en el curso del río Alwand –afluente del Diyala– antes de que este atraviese las montañas que ejercen de frontera natural entre ambos países. El Ejecutivo iraquí también acusa al régimen de los ayatolás de haber modificado el curso de algunos ríos para que sigan fluyendo dentro de territorio iraní. En relación con esta cuestión, Aun Dhyaib, consejero del ministro de Recursos Hídricos, denuncia desde su despacho en la capital iraquí que Irán ha alterado el rumbo de los ríos Karkheh y Karun, cosa que ha afectado notablemente a los humedales de Hawizeh y a los estuarios del Tigris y el Éufrates en su desembocadura en el golfo Arábigo –topónimo utilizado por los árabes en lugar de Pérsico–.
“Es obvio que nuestros vecinos iraníes también están padeciendo la sequía, pero es inconcebible que cambien el rumbo de los ríos. El derecho internacional establece que los estados deben repartirse los daños. No puede ser que todo el perjuicio recaiga sobre Irak”, subraya este veterano funcionario que trabaja en el ministerio que gestiona el agua desde 1968. El tecnócrata argumenta que los países vecinos deben respetar el principio de que los ríos no tienen fronteras políticas porque toda la población que vive en su cuenca desde el nacimiento hasta la desembocadura tiene derecho a hacer uso del agua. En este sentido, el Ejecutivo iraquí también ha pedido a Turquía que reduzca el volumen de proyectos hidrológicos y ejecute solo el 70% de los previstos como consecuencia del gran impacto que están teniendo en la disminución del caudal del río Éufrates.
“En 1979 las Naciones Unidas ya dictaron una resolución sobre cómo deben gestionarse los recursos naturales compartidos por dos o más estados. El respeto del derecho internacional es nuestra principal baza a la hora de negociar con los países vecinos. Como la respuesta no siempre es favorable, ya hemos presentado una solicitud para que nuestro ministerio de Asuntos Exteriores lo eleve al Tribunal Internacional de Justicia”, detalla Aun Dhyaib. En lo que la judicialización de la gestión de los recursos hídricos se refiere, las autoridades iraquíes señalan que se trata del último recurso si, finalmente, el diálogo directo con el país en cuestión fracasa y es imposible alcanzar un acuerdo bilateral.
El Gobierno iraquí admite que la debilidad del país en la esfera internacional afecta a su fuerza negociadora y, en consecuencia, su capacidad de influencia sobre los países vecinos es limitada. Una debilidad diplomática y una falta de infraestructuras hídricas que comparten origen: las cuatro décadas de inestabilidad y de conflicto que han castigado a los iraquíes de forma ininterrumpida.
Irak ha encadenado un conflicto tras otro desde el estallido de la guerra contra Irán en 1980 y que se alargó hasta 1988. A la Primera Guerra del Golfo de 1991, en la que la coalición liderada por los Estados Unidos atacó a las fuerzas de Sadam Husein tras la invasión iraquí de Kuwait, le sucedieron años de severas sanciones impuestas por la ONU. La invasión liderada por los EE. UU. en 2003 fue el germen de una etapa de violencia sectaria e inestabilidad las consecuencias de la cual todavía sufren en la actualidad los iraquíes, con el Daesh como máximo exponente.
“Tenemos una notable carencia de presas y de infraestructuras para el riego porque la continuada inestabilidad ha impedido a los sucesivos gobiernos ejecutar los planes diseñados para mejorar la capacidad hídrica”, esgrime el consejero del ministro de Recursos Hídricos, Aun Dhyaib. Y como ejemplo, hace referencia a la presa de Bekhme, situada 60 kilómetros al norte de Erbil –la capital del Kurdistán iraquí–, cuya construcción comenzó en 1979 y se retomó a finales de los 2000 tras décadas de parón. Dhyaib espera que la prevista formación del nuevo Ejecutivo liderado por el clérigo chií Muqtada al Sadr relance los proyectos hídricos y permita paliar la angustiante situación que padecen miles de familias iraquíes.
Fuente
Febrero, 2022