El incierto futuro de los habitantes de las áreas protegidas de Colombia
"Para que nuestros ríos lleguen sanos al mar"
Infórmese
Agencia de comunicación CONSTRUYENDO REGIÓN.
Cerca de 300.000 personas viven actualmente en los páramos y Parques Nacionales de Colombia. La mayoría de ellas se dedica a actividades prohibidas por la ley en estos lugares como la minería, la agricultura y la ganadería.
La reciente captura y posterior liberación de cinco campesinos en el Parque Nacional Natural Cordillera Los Picachos es apenas uno de los casos en los que el Estado no ha logrado resolver el dilema de garantizar la conservación ambiental sin poner en riesgo la supervivencia de las comunidades que habitan estos lugares.
El pasado jueves 25 de octubre, un ruidoso operativo policial irrumpió en medio de la noche en Guaduas, Platanillo y Cerritos. Más de 1000 hombres del Escuadrón Antidisturbios de la Policía (Esmad), el Ejército y la Fiscalía llegaron en 60 camiones a estas tres veredas lejanas de San Vicente del Caguán, en el marco de una acción contra la deforestación que está arrasando las selvas de esa región ubicada entre los departamentos de Caquetá y Meta. El despliegue, que cobraba gran importancia porque ocurrió en el interior del Parque Nacional Cordillera de Los Picachos, arrojó un saldo de cinco personas detenidas y más de 600 reses confiscadas.
En un principio, la Fiscalía lo presentó como un golpe contra una banda dedicada a la tala indiscriminada, que supuestamente derribó 150 hectáreas de selvas del Parque para establecer potreros ganaderos. Pero las protestas de los pobladores durante el operativo y también en el casco urbano del municipio en días posteriores, y la posterior liberación de los capturados, mostraron que el asunto tenía un trasfondo más complejo que una actividad delincuencial. Incluso, el hecho saltó a las redes sociales y a los medios de comunicación, donde investigadores y líderes sociales han cuestionado su enfoque, e incluso su efectividad.
El director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible, Rodrigo Botero, escribió en Twitter varios trinos al respecto, en los que afirma que “allí no están los más grandes deforestadores, ni grandes capitales, ni los más recientes o grandes lotes abiertos”. Botero asegura que la deforestación en el Parque Tinigua es muy grave y ahí, hasta ahora, no se han ejecutado acciones (tal como lo reportó Mongabay Latam hace unos meses) , y también se preguntó si en este caso no se estaría aplicando un criterio selectivo por parte de las autoridades para enfrentar la deforestación en esa zona de San Vicente del Caguán, que es de hecho el municipio más afectado del país por ese fenómeno.
En declaraciones para Mongabay Latam, César Jerez, uno de los voceros de la Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina que representa a varias comunidades que habitan en los Parques Nacionales, afirmó que “lo que presentaron como la recuperación de Los Picachos ante la deforestación es en realidad la más reciente expresión de un conflicto irresuelto de décadas entre los campesinos y el Estado por el uso de territorios que este último declaró, previa o posteriormente a su ocupación, como áreas protegidas en las que están expresamente prohibidas las actividades productivas”.
Contrario a lo que muchos podrían pensar, las áreas protegidas de Colombia no son únicamente esos lugares donde la naturaleza permanece intacta y a salvo de “la mano destructora” del ser humano. Aunque este tipo de santuarios existen, la realidad es que, en el país, muchas de las zonas que el Estado ha ordenado conservar por su invaluable importancia ecológica están habitadas por miles de personas, incluso desde mucho antes de que estas decisiones se tomaran.
Por décadas, e incluso siglos, los colombianos se han asentado en páramos, selvas y costas; y allí han explotado los recursos naturales para garantizar su supervivencia. Los choques empezaron a darse con la progresiva delimitación de muchos de estos ecosistemas, con el propósito de conservarlos por su valor estratégico en el abastecimiento del agua que se consume en pueblos y ciudades, así como por su importancia en la regulación del ciclo hidrológico y su diversidad de flora y fauna.
Este reconocimiento ha venido acompañado de fuertes restricciones en el uso de esos territorios, lo que ha causado conflictos con las comunidades mineras y campesinas que los habitan. Uno de los casos más polémicos es el del páramo de Santurbán, entre los departamentos de Santander y Norte de Santander, en el oriente de Colombia. Un ecosistema donde nacen los ríos que alimentan a 2,5 millones de personas en esa región que salió del olvido del Estado en 2009, cuando se conoció que una empresa minera quería extraer oro a cielo abierto en lo más alto de las montañas.
Páramo de Santurbán (departamentos de Santander y Norte de Santander). Foto: Agencia de comunicación CONSTRUYENDO REGIÓN.
Un eterno dilema
Hasta ese momento, no muchos sabían que en los filos congelados de la cordillera oriental ya había dos pueblos con una tradición minera de siglos, Vetas y California, que han sido los más perjudicados con todo el escándalo que se armó después. A la par de las marchas multitudinarias en Bucaramanga ─capital del departamento de Santander y una de las principales ciudades de Colombia─ protestando contra el proyecto minero porque ponía en riesgo el abastecimiento de agua para esa ciudad, un fenómeno de La Niña sin precedentes en Colombia, que causó inundaciones que dejaron miles de damnificados y 11,2 billones de pesos en pérdidas (6052 millones de dólares), puso sobre la mesa la poca preparación del país para enfrentar esos eventos.
Entonces el gobierno de Juan Manuel Santos, que recién comenzaba, incluyó en su Plan de Desarrollo la orden de delimitar con mayor precisión y proteger todos los páramos del país como medida para mitigar los fenómenos climáticos extremos. El primero en la lista fue Santurbán, pues era una de las maneras de intentar solucionar la polémica por el megaproyecto minero en ese lugar. Tras más de tres años de estudios, el Ministerio de Ambiente promulgó la resolución 2090 de 2014, un documento que literalmente les cambió la vida a los habitantes de los 30 municipios de esa región del nororiente colombiano en los que se distribuyen las 90 000 hectáreas que desde ese momento quedaron excluidas de cualquier actividad económica de alto impacto.
Este no es el único caso. Antes de terminar su mandato, el presidente Santos firmó las delimitaciones de 35 páramos del país, sumando una cifra de cerca de tres millones de hectáreas protegidas en estos ecosistemas. El único que quedó faltando fue el de Pisba, entre Boyacá y Santander, pues la Corte Constitucional ordenó que ese proceso se realizara de manera concertada con las 6500 familias que lo habitan. Según el Instituto Alexander von Humboldt, en los páramos de Colombia viven cerca de 250 000 personas que en su mayoría se dedican a la minería, a la agricultura y a la ganadería, y que con estas decisiones ven amenazada su subsistencia.
Vegetación típica de zona de páramo. Foto: Agencia de comunicación CONSTRUYENDO REGIÓN.
En Vetas, por ejemplo, el 75% del territorio fue cobijado por la restricción. El propio casco urbano del pueblo quedó encima de esa línea, pero al final eso no fue lo más grave: también estaban incluidas las 624 hectáreas en las que se desarrolla la minería de oro de la que depende toda la población. “En ese momento nos preocupamos mucho, pero nos tranquilizaba que en la misma ley que ordenó la delimitación de los páramos existía una salvedad para quienes estuvieran explotando títulos mineros desde antes de 2010”, explica Ivonne González, la mujer que desde entonces se ha convertido en la principal vocera de los cerca de 2000 habitantes de ese municipio.
Sin embargo, en febrero de 2016, la Corte Constitucional tumbó esa salvedad que se le había dibujado a la actividad minera en los páramos y la prohibió tajantemente. Y mientras en las ciudades se celebraba a través de redes sociales como Twitter, en Vetas la decisión puso en el limbo el futuro de la población. “Ese momento fue como si nos borraran el mapa, por culpa de ese fallo ya no sabemos qué va a pasar con este pueblo”, dice Adonai Guerrero, un hombre de 51 años que desde los 23 trabaja sacando oro de las entrañas de Santurbán.
La prohibición no se ha hecho efectiva hasta el momento, entre otras razones porque en mayo de 2017 la Corte Constitucional le ordenó al Ministerio de Ambiente que realizara una nueva delimitación porque no había tenido en cuenta la participación de las comunidades afectadas, pero la incertidumbre sigue instalada en cada uno de los habitantes de Vetas. “Aunque sabemos que la Corte advirtió que no es posible pedir la sustracción del área del pueblo de la delimitación, esperamos que haya un proceso de concertación para que nos permitan seguir trabajando, con controles estrictos, pero no vemos otra alternativa”, afirma Guerrero.
La actividad económica del municipio de California en el departamento de Santander depende en su mayoría de la minería en páramo. Foto: Construyendo Región.
Para González, no existe una contradicción entre conservar el páramo y aprovechar sus recursos naturales. “Nos duele mucho cuando desde las ciudades se pone esta situación como una elección entre el agua y el oro y se nos trata como criminales. Queremos dejar en claro que nosotros siempre hemos cuidado el páramo, las lagunas y las montañas. Y no queremos que eso cambie, por eso no nos oponemos a la delimitación. Simplemente pedimos que eso no signifique nuestra desaparición”, explica.
Para Carlos Sarmiento, exinvestigador del Instituto Humboldt que participó en el levantamiento de los insumos para las delimitaciones de varios páramos, entre ellos el de Santurbán, el problema radica en que muchas veces el ejercicio se agotó en trazar una línea que dividía los ecosistemas entre los lugares que hay que proteger y aquellos que quedaban fuera de esa restricción. Pero la situación es más compleja. “En cada caso el proceso que debe seguirse es establecer una zonificación que defina lugares de conservación estricta, aquellos de uso sostenible y en los que definitivamente se tiene que hacer una reconversión productiva con la gente”, afirma.
La falta de ese proceso es justamente la razón por la que el Ministerio de Ambientedebe hacer una nueva delimitación en Santurbán. El pasado 9 de octubre, el Tribunal Administrativo de Santander aprobó una petición de esa entidad para ampliar en ocho meses el plazo para presentar la nueva delimitación de Santurbán, que se vencía el próximo 16 de noviembre. El Ministerio argumentó que aún no había completado el proceso de socialización con todos los afectados por la medida, una labor que finalmente deberá quedar lista en julio de 2019. Mongabay Latam intentó contactar repetidamente al Ministerio de Ambiente para conocer detalles de esta situación, pero no recibió respuesta.
Muchos de los habitantes del Páramo de Pisba dependen de la pequeña ganadería. Foto: Daniel Reina Romero-Semana Sostenible.
¿Qué hacer con la gente en los Parques?
Hace más de 40 años, cuando Mildred Campo llegó a vivir a La Gallera, un corregimiento del municipio caucano de El Tambo, no tenía idea de que estaba en una de las zonas más exuberantes del Chocó biogeográfico, uno de los lugares que conserva mayor número de especies endémicas por kilómetro cuadrado en el planeta. Como ella, en esa época cientos de personas se abrieron espacio entre esos bosques espesos de la cordillera occidental de Los Andes, y luego sembraron las tierras con plantas de lulo y soltaron ganado, hasta que un día les avisaron que esas tierras ahora harían parte del Parque Nacional Natural Munchique. En otras palabras, que perdían todo valor comercial y también la posibilidad de acceder a los beneficios de los servicios públicos.
De acuerdo con Parques Nacionales, la creación de esta área protegida se oficializó en 1977 tras comprobar las altas tasas de biodiversidad y endemismo asociadas a su amplio rango altitudinal, que va de los 600 a los 3000 metros sobre el nivel del mar, y a su estratégica ubicación en el Chocó biogeográfico caucano. En sus 44 000 hectáreas es posible encontrar el oso de anteojos (Tremarctos ornatus) y el colibrí de zamarros de Munchique (Eriocnemis mirabilis), especies que se encuentran amenazadas de extinción, la primera en estado Vulnerable (VU) y la segunda en peligro (EN), según la UICN.
También están el venado conejo (Pudu mephistophiles), el Tigrillo (Leopardus tigrinus), el Mono Nocturno o Tutamono (Aotus lemurinus), con grado de amenaza Vulnerable (VU) y el Mono Araña (Ateles fuscipes) con grado de amenaza en Peligro Crítico (CR). En cuanto a flora, en el Parque se han reportado 139 especies endémicas de Colombia, de las cuales 30 tienen distribución exclusiva en el Parque Nacional Natural Munchique. Entre estas últimas están el golondrino (Oreomunnea muchiquensis) y la Cheflera, (Schefflera munchiquensis Araliaceae).
La creación del Parque Nacional Natural Munchique se oficializó en 1977 tras comprobar las altas biodiversidad y endemismo asociadas a su amplio rango altitudinal, que va de los 600 a los 3000 metros sobre el nivel del mar, y a su estratégica ubicación en el Chocó biogeográfico caucano. Foto: Claudia Acevedo / Parques Nacionales.
Como Mildred Campo, casi todos los vecinos se quedaron a pesar de la declaratoria porque no había más opciones, y en contra de todos los obstáculos construyeron un corregimiento de 8 veredas y 348 familias que cambiaron el lulo y el ganado por la coca para lograr sobrevivir, porque no había, ni hay manera de hacer otra cosa en esas condiciones. “Hay fincas que quedan a nueve horas de la vía que lleva al casco urbano, que queda a otras seis horas por un camino de herradura. Nunca tuvimos luz eléctrica, ni alcantarillado y acá viene un médico cada mes y solo atiende a 30 personas”, enumera la mujer. “Por estar en este Parque nos han negado históricamente todos los derechos”, añade.
Aunque esta historia no es muy diferente a la de la mayoría de campesinos colombianos, el hecho de que ocurra dentro de un área protegida hace que el Estado tenga una mayor obligación y urgencia por resolverla. En este caso, no solo porque se trata de cultivos de uso ilícito, sino porque esa actividad tiene impactos negativos sobre el ecosistema. Como explica Claudia Acevedo, jefe del Parque Nacional Munchique, “en la zona de La Gallera existen muchas presiones sobre el agua, el suelo y los bosques. Es una situación muy complicada de manejar porque como no tienen títulos no les podemos comprar, pero tampoco los podemos relocalizar porque hasta allá no llegan nuestras competencias”.
Según Carolina Jarro, subdirectora de Parques Nacionales, lo que ocurre en Munchique es apenas una muestra de la situación de las comunidades dentro de los Parques Nacionales de Colombia. De acuerdo con las cifras que maneja esa entidad, en 37 de las 59 áreas que cuentan con esa categoría de conservación hay asentamientos humanos. “Pero no todos son campesinos vulnerables”, advierte Jarro, “también hay acaparadores de tierras y gente que invade para construir sus viviendas al interior de esas áreas naturales”.
Actualmente 30 familias se vincularon a acuerdos de restauración participativa con Parques Nacionales y han instalado biodigestores, trampas de grasa y hornillas eficientes para disminuir la contaminación de las aguas y la explotación del bosque. También han destinado algunos de sus terrenos para la conservación. Foto: Claudia Acevedo / Parques Nacionales.
De Cali a Los Farallones
En los Farallones, el Parque continental más grande del suroccidente de Colombia, que alberga 540 especies de aves y donde nacen más de 30 ríos que abastecen esa región, es posible observar diferentes formas de uso y ocupación. Su director, Jaime Celis, explica que el área protegida colinda con las ciudades de Cali, Dagua, Jamundí y Buenaventura, y que en cada caso la cantidad y el tipo de habitantes son diferentes. “El de menos área traslapada es Cali, pero es allí donde tenemos la mayoría de los problemas porque muchas personas han aprovechado la cercanía con la ciudad para irse a vivir a esta zona. Y a pesar de que eso no está permitido, ni siquiera hemos podido avanzar en la caracterización porque muchos de ellos lo ven como una amenaza de desplazamiento”.
Una de esas personas es Nancy Murcia, quien compró hace 20 años un predio en el corregimiento de Andes, a 45 minutos de Cali, sin saber que esa zona hacía parte de un Parque Nacional declarado en 1968, por lo que estaba prohibida la urbanización. Junto con su esposo levantó una casa y montó un criadero de pollos, hasta que hace unos años vio que funcionarios de Parques estaban haciendo visitas en esa zona, diciéndoles a los vecinos que su presencia en ese lugar era ilegal y que mientras no se solucionara esa situación no podían seguir realizando sus actividades productivas.
Murcia reconoce que la presencia de ellos tiene impactos ambientales negativos, como la contaminación de quebradas con las aguas servidas y la tala de bosques para ampliar potreros, pero afirma que el error inicial fue de Parques por no señalizar la zona y prohibir con eficacia los asentamientos humanos en ella. Con todo, esperan poder llegar a acuerdos con esa entidad para permanecer en el territorio, pues según ella, con su familia, ya echaron raíces allí y hasta tienen pensado montar un albergue para los turistas que visitan el Parque. “Lo más lógico es que nos quedemos después de tantos años y que hagamos nuestras actividades con estrictos controles, pero que también le sirvamos a Parques como una especie de guardabosques que ayuden a conservar la riqueza natural de esta zona”, afirma.
El Parque Nacional Natural Farallones es el área protegida continental más grande del suroccidente de Colombia. Alberga 540 especies de aves y es el lugar donde nacen más de 30 ríos que abastecen esa región. Foto: Lorena González.
Según Jarro, uno de los principales problemas para solucionar los conflictos por la presencia de comunidades en las áreas protegidas es que las dimensiones del fenómeno no están tan claras. “Hasta ahora tenemos caracterizadas el 30 % de las áreas y hemos registrado cerca de 6000 personas. Según esas proyecciones, creemos que dentro de los Parques Nacionales debe haber unas 18 000 o 20 000 personas, la gran mayoría en condición de vulnerabilidad, que están causando un enorme impacto ambiental en zonas muy frágiles y a las que tenemos que darles una respuesta como Estado”, afirma.
De acuerdo con la información que maneja esa entidad, los Parques Nacionales proveen el agua que consumen 25 millones de colombianos y generan el 52 % de la energía hidroeléctrica del país. “El aporte de estas áreas protegidas a la economía nacional es de 2770 millones de dólares anualmente, cerca del 0,9% del Producto Interno Bruto del año 2013. Por eso decimos que estos lugares son propiedad de todos los colombianos y su manejo y conservación no debería depender únicamente de esta institución, menos cuando tenemos un presupuesto tan exiguo que apenas nos permite tener un funcionario por cada 34 000 hectáreas”, explica Jarro.
Desde 2014, representantes del gobierno y de las comunidades campesinas vienen participando de la Mesa de Concertación para una política pública para los habitantes de los parques. Lorena González, una ingeniera agrónoma que hace parte del equipo técnico que asesora a la delegación campesina en el proceso, afirma que “un acuerdo pasa necesariamente por reconocer que la presencia de la gente en las áreas protegidas tiene raíces históricas asociadas a la concentración de la tierra, la desigualdad, la pobreza rural yla violencia en el campo. No hay manera de garantizar la conservación de esas zonas si no mejora la calidad de vida de quienes las habitan”.
En los Farallones es posible observar diferentes formas de uso y ocupación debido a que colinda con las ciudades de Cali, Dagua, Jamundí y Buenaventura. En cada caso la cantidad y el tipo de habitantes son diferentes. Foto: Lorena González.
Beth Sua, oficial de gobernanza de la organización WWF, que ha acompañado las negociaciones entre los campesinos y el gobierno desde 2014, coincide con que los problemas históricos del campo colombiano están en la base de la discusión, “pero al mismo tiempo no hay que perder de vista que se trata de un problema complejo para el que no existe una única respuesta. Los contextos son muy diferentes entre sí y las soluciones son específicas para cada caso”.
Aunque desde el cambio de gobierno la Mesa de Concertación se suspendió indefinidamente, González cuenta que a escala local las negociaciones han continuado y se han logrado algunos avances en el proceso. “Si bien todavía estamos lejos de la meta porque a veces persiste la estigmatización del campesino como un delincuente destructor de la naturaleza que debe ser expulsado de esas áreas, como lo que ocurrió recientemente en Picachos, en varios de los Parques están en marcha las caracterizaciones y la construcción de consensos entre la gente y la institución para mejorar la convivencia en esos lugares mientras se encuentran soluciones definitivas”.
En Munchique, por ejemplo, desde el año pasado 30 familias se vincularon a acuerdos de restauración participativa con Parques Nacionales y han instalado biodigestores, trampas de grasa y hornillas eficientes para disminuir la contaminación de las aguas y la explotación del bosque. También han destinado algunos de sus terrenos para la conservación. “Aunque esos dispositivos son muy rudimentarios, se trata de un primer aporte para reducir las presiones sobre un ecosistema tan importante como este”, dice la directora del Parque, Claudia Acevedo.
No obstante, Mildred Campo aclara que para ella y para las 110 familias que están en la Mesa de Concertación se trata de algo provisional, pues su verdadero objetivo es ser relocalizados en un espacio donde puedan ganarse la vida como campesinos. “Nosotros ya hicimos nuestro plan de vida y queremos tener tierra para producir, salud para trabajar y educación para nuestros hijos. Pero eso no depende solo de Parques. Para lograr eso necesitamos a todo el Estado y a pesar de las dificultades estamos a la espera de que por fin nos reconozcan los derechos que siempre nos han negado”, concluye.
Fuente:
Esteban Montaño
Noviembre, 2018